Relatos De Terror. 
 

Como era normal, o eso creo yo, en los adolescentes de mi generación, buscar experiencias fuertes nos llevaba de cabeza a hacer cosas que, sin saberlo, podrían ser más peligrosas de lo supuestamente esperado. Tenía quince años cuando comencé, junto a otros amigos, alguno ya ducho en el asunto, a indagar en el mundo de los espíritus. Por aquel entonces, había publicaciones y programas de radio, de índole esotérico, que nos llevaba a interminables tertulias sobre la veracidad de la existencia de un mundo paralelo en el que habitan los muertos y que estos podrían estar más cerca de lo que creíamos. Como no, propusimos hacer una ouija. Todos nos negamos a hacerla en nuestro domicilio, por lo que, a Carlos, se le ocurrió, que el mejor lugar y con más “portales abiertos al mundo de las ánimas” era la Casa del Pueblo. La simple frase nos dejó con la sensación de que aquel muchacho, algo mayor que nosotros, era todo un entendido en la materia. Consensuamos el asunto y quedamos una tarde de lunes en el lugar indicado. Allí estábamos los cuatro, Carlos, Antonio, Luís y yo. La parte baja de la enorme casa, que estaba destinada a las juventudes socialistas, estaba repleta de cárteles propagandísticos y de índole político del Partido Socialista Obrero Español, en su cabecera, una foto del fundador del partido, Pablo Iglesias, rodeado de eslóganes y murales hechos por los jóvenes que creían en su política como única forma de hacer que el trabajador tuviese las mismas oportunidades que el rico. Normalmente, el ajetreo era constante, pero Carlos sabía que los lunes estaba tan vacía como un cementerio cerrado. Entonces entró en escena el chico que traía las llaves. Perico ―se presentó―, y nos miró con cara de circunstancia. Debíamos tener aspecto de pardillos y dirigió una mirada de reprobación a su, también amigo, Carlos.

    ―¡Está bien, entremos! ―dijo al meter la llave en la cerradura.

   Tengo que decir que todo me pareció atractivo; olía a papel de imprenta y me imaginé gestionando la próxima campaña o simplemente ayudando a meter papeletas en los sobres.

    ―¡Subimos por aquí! ―nos indicó Carlos.

   La amplia escalera, con mamperlanes de madera y azulejos en el zócalo, estaba tan iluminada como el resto de la casa. Nada parecido a lo que habíamos imaginado. El patio central daba la claridad necesaria para que a esa hora de la tarde no hubiese ningún rincón oscuro ni nada parecido. «Esto no puede funcionar», pensé. En mi imaginación, había concebido un espacio lúgubre, con velas encendidas y cuadros antiguos en la pared, pero nada más lejos de la realidad, allí hacía tiempo que no vivía nadie y todo estaba impoluto y, el poco mobiliario, era moderno y homogéneo. Nos sentamos en sillas de colegio y alrededor de una mesa camilla de lo más normal. Perico abrió las puertas de una estantería, que contenía libros de texto, y sacó un tablero previamente diseñado con letras en mayúscula y números del cero al nueve. Antes de empezar, se contaron anteriores experiencias y se nos advirtió que en ningún caso había que salir corriendo.

    ―¡Hay que aguantar pase lo que pase! ―dijo Perico con tono severo.

   La verdad es que se creó una atmósfera de misterio, alrededor de la mesa, que nos hizo obviar la luz y un entorno tan poco favorable para la llegada de un espíritu.

    ―¿A quién invocamos? ―preguntó Carlos.

   Los tres novatos no supimos qué decir. Nos miramos unos a otros sin que nada interesante se nos ocurriera. Perico, colocó un vaso bocabajo en el centro del tablero y nos invitó a que nos cogiésemos de la mano para, según dijo, concentrar nuestras fuerzas. Por supuesto lo hicimos.

    ―Ahora cerrar los ojos e intentar dejar la mente en blanco ¡Cuanto más mejor! 

    Dispuestos a no hacer mofa, ni ha cachondearnos de lo que habíamos ido a hacer, nos concentramos con la seriedad que requería el momento. El silencio era absoluto.

    ―¡Si hay alguien ahí, que se manifieste! ―dijo el médium, en este caso Perico.

   Recuerdo que abrí los ojos por si estaba siendo víctima de una broma, pero, inusualmente, los cinco nos manteníamos en nuestros puestos y ni tan siquiera el miedo que, a veces nos hace reír sin venir a cuento, distrajo a ninguno de nosotros.

    ―¡Si hay alguien ahí, que se manifieste! ―repitió elevando la voz.

   Como si hubiese estado previamente orquestado, un golpe bajo la mesa nos levantó a todos de golpe. A todos menos a Perico y Carlos que se mantuvieron en sus sitios y cogidos de la mano. Yo cogía la de Carlos, por lo que estaba seguro que no había sido él, y Antonio la de Perico, así que la única posibilidad es que entre ellos se hubiese pactado el suceso.

    ―¡Venga ya!, ¡habéis sido uno de vosotros! ―concluyó Luís, el más escéptico.

   Desde luego, aunque no se inmutaron, los rostros de Carlos y Perico cambiaron del pálido al blanco y la seriedad los indujo a cambiar sus sitios para quedar intercalados entre nosotros. Volvimos a sentarnos.

    ―Os pido, por favor, que no os levantéis y mantengáis nuestras manos agarradas con fuerza. Esto no es una broma y pocas veces lo hemos sentido tan cerca. He hecho muchas ouijas y nunca ha ocurrido de esta forma.

   Al volver a coger la mano de Carlos, noté que temblaba. O era yo, no sabría decir.

    ―¡Si hay alguien ahí, que se manifieste! ―volvió a repetir.

   En esta ocasión fueron dos golpes y nada parecido a que hubiese sido con una rodilla. Eran golpes de nudillos y todos manteníamos las manos cogidas.

    ―¿Quién eres? ―preguntó el médium.

   El miedo comenzaba a hacer estragos en nuestras mentes y estómagos. Una brisa suave y extremadamente fría recorrió la sala y Antonio hizo amago de levantarse. Pero, con las manos cogidas, no lo permitimos. O todos o ninguno.

    ―¡Colocad el dedo índice en el vaso y mantened la otra mano sobre la mesa! ―mandó el médium. ―¿Quién eres? ―volvió a preguntar.

   El vaso se movió a la letra F. En mi interior sabía que nadie tenía la fuerza suficiente para mover el vaso con un solo dedo sin que los demás lo notásemos, pero mi raciocinio me decía que sí. No me fiaba de nadie. Después a la R y después a la A. La única forma era que Carlos y Perico estuviesen compinchados. Cuando llegó la N y la C, todos nos fuimos al personaje. No hizo falta la O, pero aun así, el vaso se desplazó con fuerza.

    ―¿Estás solo?

   El vaso fue directo a la negación, no, que se situaba al otro extremo de la palabra, sí, escrita en el tablero. Para entonces, el miedo nos tenía atenazados y lo único que queríamos era salir de allí como fuese.

    ―¿Venís a hacernos daño? ―preguntó Perico.

   El vaso se trasladó del no al sí en un santiamén y Antonio quitó el dedo del vaso y se levantó de la mesa.

    ―¡No!, ¡hay que cerrar esto como es debido! ―voceó Carlos con autoridad.

    Yo no sabía si salir corriendo o esconderme, pero, al final, aguanté el tipo. A Luís parecía no afectarle. Nos quedamos un rato en silencio y esperamos alguna reacción del vaso.

    ―¿Cuántos estáis? ―preguntó el que llevaba la voz cantante.

   Entonces el vaso de desplazó por todos los números a gran velocidad.

    ―¡Cierra esto, por Dios! ―rogó Carlos, que se encontraba desbordado por la situación.

    ―¡Quitad los dedos del vaso! ―sugirió Perico con la voz muy calmada. ―¡Pues si habéis venido ya podéis marcharse, damos por finalizada la sesión y el portal se cerrará hasta otro momento! ―dijo lo que, según él, había que decir.

    Mis oídos, al igual que los de todos, descansaron de un continuo zumbido y, de nuevo, notamos el verdadero silencio que ocupaba la casa. Luís fue el primero en bajar las escaleras con la calma que lo caracteriza. Después, en silencio, bajamos los demás, sin comentar nada o como si nada hubiese ocurrido. Tardamos meses en volver a hablar del tema.

 

   

     


 

Segundo capítulo.


 

Recuerdo el día que lo hicimos. Luís no quiso hacer saber nada del tema, así que, simplemente se cambió de banco junto a otros amigos. Estábamos en un pequeño parque, situado en el centro de la ciudad, en el que nos solíamos juntar.


 

 

 

POESÍA

EL ÁNGEL PERDIDO Cuando me quise dar cuenta, el universo había cambiando y las estrellas ya no giraban alrededor de nada. Las nebulosas habían dejado paso a agujeros negros por donde escapar, y las lunas abandonado sus planetas. Entonces, mi cuerpo, desprendido, te buscó desesperado para encontrar el calor de algo que no fuesen las llameantes olas de un mar embravecido. Y grito, grito sin voz, grito después de encontrarte, antes de que las cadenas montañosas nos separen de nuevo. Porque nada es tan dulce como tú, ni las mieles de abejas enamoradas, ni los jugos de cañas recién mordidas cuando unos dientes sueñan con el néctar necesario. Y grito, grito hasta desgañitarme, porque, aunque no me oigas, mi voz está entre las estrellas. Pepe Herrera. 

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